El cuerpo reacciona a los cambios de temperatura interviniendo especialmente sobre los mecanismos que regulan la piel. De este modo, ante una subida de temperatura se dilatan los poros y se produce sudor para favorecer la evacuación de calor, mientras que las temperaturas bajas producen la contracción de la piel para evitar la pérdida de calor o el fenómeno de tiritar, que genera calor local. Lo que sucede es que estos mecanismos no son inmediatos, sino que necesitan incluso de días para adaptarse a las nuevas condiciones ambientales. Por este motivo, las subidas o bajadas repentinas de la temperatura son menos soportables que una temperatura extrema prolongada en el tiempo.
Pero el factor que más dificulta la adaptación a la temperatura ambiental es el hábito insalubre de intentar anular artificialmente el calor o el frío. Cuando hacemos un uso indiscriminado de la calefacción o la climatización estamos frustrando los esfuerzos de nuestro organismo de adaptarse a las condiciones ambientales. Estos artefactos se deberían emplear exclusivamente para atenuar las variaciones más extremas y no para mantener una temperatura absurda para la época del año.
Lo mismo que el cuerpo se adapta al trabajo por medio del esfuerzo, también se adapta progresivamente al calor o al frío mediante su exposición comedida. Si mantenemos los hogares a temperaturas próximas al ambiente exterior, la transición será sencilla y soportable, pero si la diferencia es abismal, el choque puede ser insufrible.
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