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30 de octubre de 2014

El estrés: de estrategia de supervivencia a patología destructiva

Cuando un animal superior se enfrenta a una amenaza adopta una postura de reacción que suele tomar dos caminos: huir o luchar. Para llevar a cabo ambas acciones su organismo necesita estar preparado para realizar una actividad frenética asociada a un gran consumo energético. Lo que conocemos como estrés en nuestra especie, es esa misma respuesta instintiva, agravada en cierta medida por la complejidad del neocórtex humano. 
El estrés es una respuesta del organismo ante una amenaza, real o imaginaria, desencadenada por hormonas como la adrenalina, la noradrenalina y el cortisol. Conlleva una aceleración del ritmo cardiaco y respiratorio, la vasoconstricción periférica y la contención del ciclo digestivo. Así mismo, se produce una liberación en sangre de glucosa, aminoácidos, anticuerpos y factores de coagulación. En suma, el cuerpo se prepara para luchar o correr, por lo que necesita invertir todas las energías en ello.
El estrés en sí mismo no es patológico, como hemos visto, se trata de una respuesta instintiva para evitar situaciones peligrosas. De hecho, dosis comedidas de estrés nos ayudan a hacer frente a los retos de la vida diaria. Lo que sí es patológico es su cronicidad, algo asociado a las sociedades modernas, en las que los peligros físicos han dado paso a otro tipo de amenazas más etéreas. Así, los individuos sufren trastornos de estrés por sobrecarga de trabajo, por conflictos sentimentales o laborales, por marginación o exclusión social, etc.
Cuando el estrés se convierte en compañero de viaje en la vida de las personas, acaba destruyendo el organismo, debido al enorme desgaste a que lo somete. Imaginemos un automóvil obligado a circular siempre al máximo de sus revoluciones por minuto. Acabaría con el motor destrozado en escaso tiempo. Al organismo le sucede lo mismo. Cuando el cuerpo está sometido a ese desgaste, se debilitan todos sus mecanismos de defensa, tanto mentales como físicos. El sistema inmunitario se deprime y la probabilidad de contraer enfermedades o desarrollar tumores aumenta exponencialmente. Incluso las lesiones o heridas tardan más tiempo en curarse. La mente se sobrecarga y no puede realizar las tareas cotidianas con normalidad. El sueño también se altera y no cumple su función purificadora de toxinas de la mente. Al encontrarse la mente desbordada, el individuo suele incurrir en distracciones o errores, algunas veces fatales, si, por ejemplo, se encuentra conduciendo un vehículo o maquinaria pesada. En resumen, el estrés, que es un mecanismo a priori positivo para nuestra supervivencia, puede acabar con nosotros si se cronifica.