Social Icons

.

25 de noviembre de 2014

El debate sobre la eutanasia

Tal vez sea el debate más controvertido de cuantos haya. La eutanasia, etimológicamente significa buena muerte, y su interpretación viene dada por la cultura en que se halla inserta. En las sociedades occidentales, democráticas y liberales, la muerte es tabú. Incluso hablar de la muerte es algo incómodo o desagradable. En realidad todo deviene de una progresiva secularización de la sociedad y de su consecuente materialismo existencial. Nuestras sociedades desconfían cada vez más de la existencia de un más allá. Razón por la cual se considera que la vida debe alargarse y aprovecharse al máximo, pues pocos confían en que exista algo después de la muerte. 
En otras sociedades donde la reencarnación o el edén son considerados como algo incuestionable, la muerte no representa un trauma sino un simple trámite, un rito de paso más, de los muchos que tiene la vida, como el nacimiento, la madurez o la maternidad. Volviendo a nuestra sociedad, donde solo se cuenta con lo que se puede demostrar con los sentidos y la razón, la vida es un preciado tesoro que casi nadie quiere perder y que casi nadie desea que pierdan los demás. 
Eso nos lleva al polémico asunto de la eutanasia. Hay varias modalidades de eutanasia, pero en todas se presupone una acción intencionada por parte de personas distintas a quien desea morir, con el fin de facilitarle la muerte de una forma no dolorosa. Normalmente son pacientes que sufren de una discapacidad grave como la tetraplejia o de enfermedades dolorosas e incurables. 
Se puede distinguir entre una eutanasia pasiva y otra activa. La pasiva supone desconectar los medios que mantienen con vida a a persona que ha solicitado de forma expresa que lo dejen morir. Pero la activa conlleva la administración de alguna sustancia que produzca la muerte al paciente. El primer caso es más fácil de asumir por la sanidad y la sociedad de los países occidentales. Al fin y al cabo, la vida se está manteniendo de forma artificial. Pero la segunda carga con el peso de administrar una sustancia letal al personal sanitario. Y eso es algo que pocas personas están dispuestas a asumir. El personal sanitario está especializado en salvar vidas. Pedir que proporcionen una muerte, por más que lo solicite el paciente es algo para lo que no se prepara a los médicos. 
Pero ¿es justo dejar que sufra una persona de horribles dolores o dejarla postrada en una cama de por vida? Esto debería hacernos reflexionar. Debería ser una cuestión que asumieran las instituciones para no cargar ese peso en unos pocos profesionales. La decisión no debería ser ligera. Después de la petición del paciente se debería dar una serie de pasos para evitar errores, presiones o arrepentimientos y comprobar que de verdad esa persona desea más que nada, morir. Debería sucederse una secuencia de exámenes médicos, psicológicos y jurídicos que velasen por la transparencia del proceso y que mantuviera las garantías legales tanto del paciente como del personal que, en su caso, se encargara de ayudarle a morir sin dolor. Pero antes habría que abrir un debate social para hacer partícipe a todos los ciudadanos de un hecho, que aunque minoritario, afecta de una forma muy grave a unas pocas personas en nuestras sociedades. Morir no tiene por qué ser lo peor que le suceda a una persona. Vivir con dolores insoportables sin esperanza de curación puede ser mucho peor. Así cobran sentido las palabras de Ramón San Pedro de que "la vida es un derecho, no una obligación".

17 de noviembre de 2014

Diferencias entre motivación intrínseca y extrínseca

Sabemos que la motivación es el impulso que nos incita a realizar una determinada acción. Se aplica este término a todas aquellas actividades que no responden a llamadas del instinto, como dormir, comer, orinar, etc. Por consiguiente, la motivación nos 'mueve' a emprender actos como trabajar, estudiar o hacer deporte, en los que la recompensa no es inmediata, como sucede con los actos biológicos. Todo el mundo realiza esas actividades 'movido' por alguna motivación. La diferencia, pues, radica en ese tipo de motivación.
La motivación extrínseca se basa en la promesa o esperanza de una gratificación externa a la actividad. Esto es, a cambio de la actividad que estamos realizando, sabemos que vamos a obtener una recompensa. Esto sucede con buena parte de los trabajos, en los que la recompensa se reduce al salario obtenido tras un periodo de actividad.
La motivación intrínseca, por su parte, se logra cuando la actividad en sí misma es fuente de gratificación. Por ejemplo, cuando se vislumbra el resultado que el trabajo tendrá una vez finalizado, cuando se construye una obra. En este caso, la recompensa no reside en 'algo' que obtendremos a cambio de la actividad, sino en los beneficios de la propia actividad.
Las diferencias entre un tipo y otro de motivación son de gran importancia para la gestión de recursos humanos, la educación y la estabilidad emocional de los individuos. Aquellos que encuentran motivación intrínseca en la mayor parte de sus actividades disfrutan de una vida más feliz que quienes solo se mueven por motivación extrínseca. Porque los primeros encuentran sentido a todo lo que hacen y disfrutan con ello, con cada paso que dan en la vida, conscientes de que todo tiene una finalidad. Mientras, los segundos solo disfrutan con la llegada de la recompensa, pero son incapaces de hallar placer en la realización de la mayor parte de sus actividades.

30 de octubre de 2014

El estrés: de estrategia de supervivencia a patología destructiva

Cuando un animal superior se enfrenta a una amenaza adopta una postura de reacción que suele tomar dos caminos: huir o luchar. Para llevar a cabo ambas acciones su organismo necesita estar preparado para realizar una actividad frenética asociada a un gran consumo energético. Lo que conocemos como estrés en nuestra especie, es esa misma respuesta instintiva, agravada en cierta medida por la complejidad del neocórtex humano. 
El estrés es una respuesta del organismo ante una amenaza, real o imaginaria, desencadenada por hormonas como la adrenalina, la noradrenalina y el cortisol. Conlleva una aceleración del ritmo cardiaco y respiratorio, la vasoconstricción periférica y la contención del ciclo digestivo. Así mismo, se produce una liberación en sangre de glucosa, aminoácidos, anticuerpos y factores de coagulación. En suma, el cuerpo se prepara para luchar o correr, por lo que necesita invertir todas las energías en ello.
El estrés en sí mismo no es patológico, como hemos visto, se trata de una respuesta instintiva para evitar situaciones peligrosas. De hecho, dosis comedidas de estrés nos ayudan a hacer frente a los retos de la vida diaria. Lo que sí es patológico es su cronicidad, algo asociado a las sociedades modernas, en las que los peligros físicos han dado paso a otro tipo de amenazas más etéreas. Así, los individuos sufren trastornos de estrés por sobrecarga de trabajo, por conflictos sentimentales o laborales, por marginación o exclusión social, etc.
Cuando el estrés se convierte en compañero de viaje en la vida de las personas, acaba destruyendo el organismo, debido al enorme desgaste a que lo somete. Imaginemos un automóvil obligado a circular siempre al máximo de sus revoluciones por minuto. Acabaría con el motor destrozado en escaso tiempo. Al organismo le sucede lo mismo. Cuando el cuerpo está sometido a ese desgaste, se debilitan todos sus mecanismos de defensa, tanto mentales como físicos. El sistema inmunitario se deprime y la probabilidad de contraer enfermedades o desarrollar tumores aumenta exponencialmente. Incluso las lesiones o heridas tardan más tiempo en curarse. La mente se sobrecarga y no puede realizar las tareas cotidianas con normalidad. El sueño también se altera y no cumple su función purificadora de toxinas de la mente. Al encontrarse la mente desbordada, el individuo suele incurrir en distracciones o errores, algunas veces fatales, si, por ejemplo, se encuentra conduciendo un vehículo o maquinaria pesada. En resumen, el estrés, que es un mecanismo a priori positivo para nuestra supervivencia, puede acabar con nosotros si se cronifica.

23 de septiembre de 2014

Por qué es tan importante la actividad mental en la prevención de enfermedades

La actividad mental obliga a las neuronas a conseguir nutrientes, del mismo modo que actúan las células musculares cuando realizan actividad física. Las neuronas sometidas a actividad mental atraen las dendritas de otras neuronas, para establecer conexiones sinápticas. Mientras, las neuronas sin actividad apenas establecen estos contactos neuronales. A lo largo del axón neuronal tienen unas zonas, conocidas como yemas, que tienen la potencialidad de alumbrar nuevas ramificaciones para establecer contactos con otras neuronas. Cuando otras neuronas entran en contacto con ellas, se desarrollan y dan lugar a nuevos contactos sinápticos. En todo este proceso hay un gran consumo energético y, de forma paralela, se produce síntesis proteica para construir las nuevas ramificaciones dendríticas.
Como se puede deducir, cuanta mayor es la actividad mental, mayor es la construcción de conexiones sinápticas. Por tanto, mayor es la capacidad del cerebro de soportar daños neurológicos o degenerativos. Al igual que un árbol dotado de buenas raíces resistirá la dureza del entorno mejor que otro sin esas raíces, con las neuronas sucede algo similar. Si un trauma físico o psíquico destruye parte de nuestras conexiones neuronales, tendremos mayores probabilidades de superarlo si estamos dotados de una ingente cantidad de conexiones sinápticas.
Las amenazas a nuestra salud mental son de lo más variada: drogas, depresión, estrés, alcohol, contaminación, fármacos, obesidad, trastornos degenerativos, enfermedades hereditarias, etc. Sea cual sea la amenaza a la integridad de nuestra psique, cuanta más gimnasia cerebral practiquemos, mayor fortaleza tendrá el cerebro para resistir la agresión y superarla.

13 de agosto de 2014

Por qué es tan importante saber gestionar las emociones

El mundo emocional era el perfecto emocional hasta que Daniel Goleman publicó Inteligencia emocional en 1995. En la actualidad se ha comenzado a realzar la importancia de las emociones, después de siglos relegadas al ostracismo tras la Ilustración y su culto a la razón. Pero, ¿por qué es tan importante saber gestionar bien las emociones? En otras entradas hemos hablado de los tres 'cerebros' que tiene el hombre: el cerebro reptil que dirige las funciones vitales del organismo, el cerebro mamífero que regula principalmente las emociones, y el cerebro humano que controla los pensamientos complejos. Aunque esto es una simplificación extrema, nos sirve para comenzar a comprender el funcionamiento de nuestra mente. En los mamíferos, el cerebro emocional es su cerebro superior, el que guía su conducta.
Esos tres ámbitos conviven en nuestro encéfalo y cada uno tiene una 'voz' diferente según las circunstancias internas y externas del individuo. Las emociones constituyen una voz discreta que se enciende en nuestra mente para alertarnos de cómo debemos interpretar la situación que estamos viviendo. Si experimentamos una situación de peligro se encenderá la emoción del miedo. Si vivimos una experiencia penosa se encenderá la emoción de la tristeza. Y en otras circunstancias será la ira o la alegría las que aparezcan en nuestra mente. Ante una descarga emocional, los mamíferos tienen su conducta adaptada para ejecutar acciones como luchar, huir, proteger o jugar. Pero el hombre no posee un repertorio específico asociado a las emociones, porque se guía por pensamientos. Así, una emoción de miedo puede incitarlo a luchar en lugar de huir, si así lo decide por cualquier motivo. Es decir, el humano dispone de la capacidad de elegir qué acción ejecutar ante una misma emoción.
Lo que sucede es que durante siglos hemos silenciado la voz de las emociones. De tal forma que nos guiamos principalmente por patrones conscientes de pensamientos programados. Eso hace que nuestra mente emocional reaccione negativamente cada vez que decidimos olvidarnos de ella. Esas reacciones negativas constituyen la principal fuente de trastornos emocionales, que derivan en estrés, ansiedad o depresión.
Lo más sorprendente de esta cuestión es que la gestión de las emociones es una tarea relativamente sencilla. Basta con interrogarse qué se siente en cada momento y poner nombre a esa emoción. Las personas que gestionan mal sus emociones suelen encontrarse en dos extremos opuestos: quienes reprimen su expresión, silenciando cualquier asomo emocional, y quienes dejan que sus emociones se expresen de forma descontrolada, sin establecer límites. Tanto un caso como el otro son extremadamente negativos para nuestra salud emocional y son los causantes de numerosos trastornos psicológicos.
Así pues, la gestión emocional pasa por tres actos: identificar la emoción poniéndole nombre, acomodar nuestra conducta a esa emoción y controlar los extremos de su expresión.

11 de junio de 2014

En qué consiste la verdadera inteligencia

Durante los últimos siglos, tras la separación entre lo racional y lo irracional que orquestó la Ilustración, hemos creído que la inteligencia consistía en 'saber muchas cosas'. Cuando alguien era capaz de recitar sus conocimientos de memoria engatusaba a todos los oyentes que, sin duda, pensaban que esa persona era muy inteligente. Esto ha sido así hasta finales del siglo XX, mientras imperaba el aprendizaje conductista, cuya última responsabilidad recaía en los educadores, padres y maestros, a quienes se los consideraba como transmisores de sabiduría. A la par, los hijos o alumnos eran considerados como receptores pasivos de conocimientos, cuya única función era ver y escuchar a aquellas personas más instruidas que ellos. 
Con el fin de la Guerra Fría y la llegada de la Globalización, irrumpe con fuerza una nueva forma de concebir el aprendizaje, que no era nueva, pero estaba relegada a otras culturas orientales. Esta forma de aprender se conoce como 'constructivista' y no se basa en aprender cosas sino en vivir experiencias significativas que desarrollen las capacidades potenciales de los individuos. Por tanto, ahora se pone el énfasis en el sujeo que aprende, pues es quien elige las experiencias que le son importantes. Del mismo modo los maestros o padres ocupan un segundo plano, en forma de guías expertos, para facilitar esas experiencias a los sujetos.
En este nuevo paradigma de aprendizaje, la inteligencia emocional cobra una gran importancia, pues constituye la guía que orienta la conducta humana. Las emociones nos indican qué es importante para nosotros, dónde debemos poner los límites o dónde debemos esforzarnos más. Durante la época conductista las emociones permanecieron silenciadas, marginadas por la inteligencia racional. Hoy día sabemos que no sirve de nada 'aprender muchas cosas' si no sabemos para qué sirve todo eso, y ni siquiera sabemos si es verdad todo lo que aprendemos. Muchas personas con una gran cantidad de conocimientos son profundamente infelices, porque no han aprendido a organizar lo que saben y sacarle partido para dirigir sus vidas.
Así, la verdadera inteligencia radica en construir una mente completa, guiada por emociones que nos sirvan para aprender aquello relevante para nuestras vidas y nos permita apartar lo irrelevante. En la vida no es indispensable saber todo el conocimiento enciclopédico, en cambio sí es imprescindible aprender a controlar las emociones y los impulsos irracionales. La inteligencia emocional nos enseña a conocer esos impulsos, a controlarlos y sacar provecho de ellos.

8 de abril de 2014

El pensamiento y la selección natural de las neuronas

Desde Darwin sabíamos que los animales compiten entre sí por conquistar el nicho ecológico y apropiarse de los recursos energéticos. Es lo que conocemos como selección natural. Posteriormente se ha ido descubriendo que ese mecanismo se puede generalizar a otras escalas. Por ejemplo, los cromosomas compiten entre sí por unirse a los aminoácidos, algo que solo es problemático cuando se padece trastornos como las trisomías. Incluso han quien defiende que las moléculas más simples también establecen una lucha entre sí por establecer uniones enlaces químicos, algo que no está demostrado por ahora.
Lo que sí está demostrado es que las neuronas también compiten por los nutrientes que fluyen hacia el cerebro. Una neurona activa demanda glucosa y oxígeno para llevar a cabo sus procesos sinápticos. Cuantas más acciones realice, mayor será esa demanda energética. Por consiguiente, las neuronas más activas captan mayor cantidad de nutrientes y podrán ampliar su red de dendritas, con las que participan en más procesos sinápticos. Lo cual, a su vez, las vuelve más fuertes y más preparadas para captar nutrientes. Así, en un proceso circular, las neuronas más activas se vuelven más fuertes y disponen de más probabilidades de sobrevivir frente a las menos activas.
Está demostrado que la actividad cerebral previene contra diversas enfermedades degenerativas del cerebro, como el Alzheimer o el Parkinson. Es decir, el entrenamiento consciente del cerebro hace que las neuronas se desarrollen, se vuelvan más fuertes y estén preparadas para luchar contra amenazas internas o externas. Por tanto, el mejor favor que le podemos hacer a nuestro cerebro es entrenarlo como haríamos con cualquier músculo de nuestro cuerpo.

29 de marzo de 2014

El equilibrio entre placer y dolor en la búsqueda de la felicidad

En la eterna búsqueda de la felicidad humana podemos distinguir dos vías bien distintas tanto en el proceso como en el resultado. Si la felicidad puede considerarse como el objetivo universal del ser humano, no puede decirse lo mismo de las formas de perseguirla. Haciendo un ejercicio de síntesis, podemos establecer dos categorías en la forma de buscar esa meta. Por un lado están quienes la buscan a través del placer y, por otro, quienes lo hacen por medio del dolor. El consumidor de drogas, de sexo rápido o de comidas copiosas busca la felicidad por la vía del placer. El deportista, el estudiante vocacional, el trabajador motivado o el eremita buscan la felicidad por la vía del dolor. Indudablemente hay cientos de ejemplos en los que ambas vías se encuentran entrelazadas. Pero en general las personas tienden hacia una de las vías con mayor preferencia.
Lo que sucede es que placer y dolor son dos sensaciones que el ser humano experimenta siempre a partes iguales, de tal forma que la búsqueda de uno conlleva una dosis equitativa del otro. Aunque resulte paradójico, la búsqueda del dolor conduce al placer y la búsqueda del placer deriva en dolor. La resaca del alcohol, el síndrome de abstinencia o una indigestión son consecuencias dolorosas que suceden a experiencias altamente placenteras. En el otro extremo, la satisfacción tras una carrera, el orgullo al aprobar un examen o la recompensa tras un trabajo son consecuencias placenteras tras el dolor o el sacrificio experimentado en esas actividades.
Podríamos pensar que ambas vías hacia la felicidad son idénticas, porque las dos redundan en cantidades similares de placer y dolor, sin embargo esto no es así por varios motivos. El primero es que la vía del dolor nos permite elegir el tipo de sacrificio que queremos experimentar, así, podemos trabajar, estudiar, entrenar, meditar, etc. siempre bajo nuestra voluntad, como vías de sacrificio o dolor. En cambio, el dolor producido tras la vía del placer no lo podemos elegir. Además, el balance tras una experiencia placentera que termina en dolor, suele ser negativo, porque recordamos mejor lo último que nos ha sucedido. La experiencia negativa anulará los efectos positivos anteriores. Otro motivo más es que la vía del dolor nos permite aliviar el sufrimiento porque mentalmente somos conscientes de que ese dolor tiene una finalidad positiva, algo que no sucede con el dolor experimentado tras el placer. Por último, el placer vivido tras un prolongado periodo de sufrimiento es experimentado de una forma mucho más intensa, porque entendemos que hemos alcanzado algo que deseábamos con fuerza. Por tanto, cada persona puede elegir la vía que desee para ser feliz, pero una solo proporcionará pequeños episodios de gran intensidad placentera, seguidos de largos periodos de sufrimiento, mientras que la otra nos permitirá administrar el sacrificio a nuestra voluntad y conllevará grandes dosis de satisfacción.

6 de marzo de 2014

La memoria a largo plazo y el recuerdo de una larga vida

La vida humana tiene una duración determinada por la genética y las condiciones ambientales en las que se desarrolla, en las cuales tiene mucho que decir los avances en medicina. Esa duración es objetiva, sesenta, ochenta, cien años. Sin embargo, el recuerdo de lo vivido no depende tanto del tiempo objetivo vivido, como de la riqueza de las experiencias.
Para comprender esta extraña cuestión es indispensable conocer el mecanismo de la memoria a largo plazo de nuestro cerebro. Nuestra memoria a largo plazo es la encargada de acumular las experiencias relevantes de nuestra vida. Como su naturaleza está relacionada con la supervivencia, este mecanismo está preparado para registrar los eventos con un contenido emocional intenso. Es por ello que solemos recordar con viveza los viajes, los conciertos, las reuniones, las competiciones, los éxitos. También aquellas experiencias negativas, como los accidentes, las enfermedades o los fracasos. Nuestra mente graba estos recuerdos para tener un archivo de referencia que le ayude a tomar decisiones difíciles en el futuro. 
Por consiguiente, la memoria a largo plazo desprecia todas las experiencias rutinarias, repetitivas o irrelevantes. Dónde aparcamos hace una semana, qué comimos hace unos días o qué ropa vestimos hace un mes. Todas esas acciones son cotidianas, todos los días repetimos una rutina idéntica a la de los días anteriores. Por lo cual, nuestra memoria considera irrelevante esa información y la empaqueta como un único evento. Recordamos que hemos aparcado en aquel lugar, pero no cuándo lo hicimos, porque lo hemos hecho cientos de veces. Ninguna de las veces que hemos realizado esa acción entraña un significado más importante para nosotros que los demás. 
Así pues, cuando tenemos una vida cargada de actividades rutinarias, sin experiencias intensas tendemos a pensar que ha sido corta, porque llevamos haciendo lo mismo durante muchos años. Todos esos años se solapan en la memoria y se nos presentan como un paquete único. Ese tipo de vida carece de referentes, de hitos que jalonen el paso del tiempo y nos sitúen temporalmente desde el presente.
Al contrario, una vida rica en experiencias intensas, como viajes, cambios de trabajo, aprendizajes nuevos, amistades nuevas, etc. llenará nuestra memoria de recuerdos vívidos, que nos harán percibir que hemos tenido una vida muy larga. La razón estriba en que los nuevos recuerdos intensos difuminan los anteriores, y al hacerlo, los alejan temporalmente. Los recuerdos intensos difuminados o superados por otros nuevos permanecen en nuestra memoria a largo plazo como señales que nos indican el paso del tiempo. Al tratarse de recuerdos diferentes a los nuevos, tienden a permanecer en la memoria, pero la acumulación de nuevos eventos los vuelve difusos y se alejan en el tiempo.
Por ello, todos tenemos la llave de la longevidad subjetiva, que no es otra que disfrutar de una vida intensa, con experiencias nuevas y únicas, que nos enriquezcan por dentro y nos hagan percibir que hemos vivido una gran cantidad de tiempo.

15 de febrero de 2014

Las claves de la meditación: dentro-fuera

La meditación está tan extendida en oriente, como ignorada en occidente. Se trata de una técnica de introspección en busca del equilibrio físico, que se practica en situaciones y lugares apacibles, silenciosos y alejados de cualesquiera estímulos externos. Ésta y no otra es la clave de la meditación. La diferencia entre el exterior y el interior del individuo.
En otra entrada repasábamos los sentidos del cuerpo humano, decíamos que, además de los cinco archiconocidos sentidos, también tenemos el sentido del equilibrio y la posición corporal, gobernado por el sistema vestibular. Estos seis sentidos forman el sistema exteroceptivo, encargado de recoger información del exterior para que el cerebro la interprete. Pero, además de ese conjunto de sentidos, también tenemos otros que nos proporcionan información sobre el interior del organismo, los cuales forman el sistema propioceptivo. La vida occidental se caracteriza por estar basada en la información visual y auditiva, y por otros sentidos externos en menor medida. Lo cual hace que nuestro cerebro esté "especializado" en procesar información exterior, como la procedente de la televisión, los libros o los lugares de trabajo. Si sumáramos el tiempo dedicado por un individuo medio a la información procedente de su cuerpo, el resultado sería próximo a cero. Casi nadie presta atención a los miles de mensajes que envía su cuerpo, salvo cuando ya es demasiado tarde y estos mensajes vienen en forma de dolor.
Cuando centramos nuestra atención en la información exterior, estamos obviando la interior. Como el cerebro no está capacitado para procesar información procedente de ambos orígenes, estamos transmitiendo a nuestro cerebro el mensaje de que es más importante lo que sucede fuera que lo que sucede dentro. 
La clave de la meditación se basa en volver la atención mental hacia el interior del individuo, en lugar de hacerlo hacia el entorno. Suprimiendo los estímulos ambientales favorecemos el proceso de concentración y podemos "escuchar" al cuerpo, atender los mensajes que nos tiene que decir para que el equilibrio se mantenga. Meditar consiste en prestar atención a todas esas sensaciones, percepciones o tensiones internas, que nos informan del estado de nuestro cuerpo.

3 de febrero de 2014

Una buena muerte como premio a una buena vida

En otras entradas hemos abordado algunas formas de vencer el miedo a la muerte, comprendiendo mejor el fenómeno de la vida o aproximándonos a la muerte a través de la meditación. En esta publicación queremos abundar en esta materia, explicando que la muerte puede ser una experiencia placentera si constituye la etapa final de una buena vida.
En primer lugar, si construimos la vida en torno al miedo a la muerte estaremos cometiendo dos errores: no disfrutar de la vida y no comprender la muerte. En otra entrada dijimos que el miedo a la muerte era consecuencia de una vida materialista, en la que se presupone que no habrá tiempo suficiente para realizar todo lo que se quiere. También dijimos que es una idea equivocada, porque la felicidad no está unida a la acumulación de riqueza o placeres. La vida tiene que ser una proyección de las capacidades personales para contribuir a mejorar el mundo y la vida de los que nos rodean. Si mejoramos nuestro entorno natural y social durante nuestra vida, el entorno nos devolverá el favor cuando estemos próximos a la muerte.
En segundo lugar, una buena muerte no es una experiencia dramática que surge espontáneamente, sino un proceso que comienza años antes, durante el envejecimiento. A lo largo de la vida nutrimos nuestro entorno con nuestra energía. El proceso de envejecimiento es una fase de cosecha, en la que ya no aportamos tanta energía al entorno, sino que disfrutamos de los frutos que hemos sembrado durante la vida. Hacia los últimos años el cuerpo se va desprendiendo definitivamente de toda la energía y el cuerpo se va debilitando. Pero esta experiencia no ha de ser un drama si se ha disfrutado de una buena vida en la que se ha contribuido a mejorar el mundo. Al contrario, ese debilitamiento es similar al sueño que nos vence al acercarse la noche tras un día productivo. Las personas a las que hemos enriquecido con nuestra energía durante la vida, ahora nos proporcionan un entorno agradable en los últimos años de nuestra vida. Poco a poco nos vamos sumergiendo en un sueño placentero, en el que nuestra consciencia se va diluyendo. Cuando llega el apagado final no existe drama, porque no existe consciencia. Por eso es absurdo temer a la muerte al final de la vida, si se ha practicado una vida productiva y enriquecedora.

12 de enero de 2014

Terapia oriental para perder el miedo a la muerte

En las creencias orientales no se afronta la muerte de la misma forma que en occidente, evitando todo cuanto está relacionado con ella. Al contrario, en India o China la muerte forma parte de la cotidianeidad. El guía espiritual Osho afirma que el único modo de perder el miedo a la muerte es visitándola. Es decir, pensar en ella de una forma profunda, del mismo modo que se piensa con todo detalle en las vacaciones, el trabajo o las relaciones personales. Se trata de recrear mentalmente el proceso de la muerte para experimentar las sensaciones que nos despierta. Este maestro propone un método a través de la meditación, que consiste en visualizar mentalmente cómo se va muriendo nuestro cuerpo, comenzando por los pies. Progresivamente debemos ver que el cuerpo se torna negro, como si hubiera sido consumido por el fuego, y dejar de sentir esa parte ennegrecida. Cuando visualizamos que todo el cuerpo está muerto, sentimos algo próximo a la muerte. Si aparecen temores, pueden deberse a que hemos dejado asuntos pendientes, que deberemos cerrar. Pero la experiencia aporta madurez a la hora de afrontar la vida, después de conocer mejor la experiencia de la muerte. Con terapias similares a esta se descubre que la muerte no es algo terrible, sino una parte más de la vida que hay que encarar con valor, sabiduría e ilusión. Para lo cual, claro, tiene que haber existido una vida previa ejemplar y plena.

4 de enero de 2014

¿Se puede vencer el miedo a la muerte?

En el mundo occidental el miedo a la muerte forma parte del subconsciente colectivo de una forma tan arraigada hasta el punto de que hablar de la muerte se considera fuente de malos augurios. Todo lo que rodea a la muerte está desterrado de la cotidianeidad, a los fallecidos se los entierra rápidamente y se los intenta olvidar aún más rápido. Incluso pensar en la muerte da miedo. Es evidente que existe un temor ancestral a la muerte. Pero ¿se puede vencer ese miedo a la muerte?
Podemos decir que cierto temor a la muerte es saludable para preserva la vida. Es decir, tener miedo a una muerte prematura por accidente o enfermedad puede coadyuvar a que preservemos la salud e integridad. Pero el miedo a la muerte en la ancianidad es diferente, porque esa muerte es consustancial a la vida. Sin muerte no habría vida. Sin vida no habría muerte. La muerte al final de la vida constituye el último hito de la vida y por tanto debemos contemplarlo con la misma curiosidad y atención que la adolescencia, la paternidad o la madurez. Entonces, ¿por qué existe el temor a la muerte al final de la vida?
La respuesta es que hemos construido nuestras vidas en torno a un sentimiento de ansiedad de estímulos placenteros siempre insatisfechos. La sociedad de consumo nos introduce en el espejismo de que todo lo que todo lo que tiene valor e interés para la vida se encuentra en el terreno material y que nunca viviremos lo suficiente como para disfrutar de todo ello. Viajes, electrodomésticos, cine, sexo, restaurantes, etc. Son demasiadas cosas para hacer en una sola vida. El devenir de la vida, sujeta a las consecuentes limitaciones de tiempo y recursos, nos va convenciendo progresivamente de que no vamos a vivir lo suficiente como para disfrutar de todos los placeres que el mundo de los vivos tiene reservados. La consecuencia es inevitable, contemplamos con ansiedad el acercamiento de la muerte.
Está demostrado que una liberación de esa ansiedad por el futuro hace que disfrutemos más del presente y alejemos el temor al desenlace, que llegará cuando tenga que llegar. La proximidad de la muerte no tiene que ser un acontecimiento terrible. Haber llevado una vida satisfactoria y plena, y dejar un legado importante puede hacer que simplemente deseemos descansar después de todo. La vecindad de la muerte viene a ser como desear dormir después de una jornada agotadora; no hay nada más deseable. Así pues, comprender que una muerte dulce es el premio a una vida plena puede ser el mejor remedio contra todo temor. Si comprendemos esto habremos comprendido la trascendente diferencia entre cielo e infierno.