Acostumbramos a llamar suerte a los fenómenos cuyo origen desconocemos o no conocemos con certeza. Vemos un accidente de tráfico y decimos: qué mala suerte. Es una impresión instantánea, un juicio rápido basado en las simples apariencias. Si pudiéramos movernos por el espacio y el tiempo a voluntad veríamos que no existe tal mala suerte, ese vehículo accidentado era conducido a gran velocidad, sin respetar distancias de seguridad. No ha sido cuestión de mala suerte. Sería más acertado decir: qué mal cálculo. El sujeto realizó un cálculo y se equivocó. Creyó posible moverse a gran velocidad sin colisionar; calculó mal. Cuando vemos un resultado positivo o negativo no es una cuestión de suerte sino un equilibrio entre las fuerzas de la naturaleza y nuestra voluntad. Nuestra mente analiza las opciones, las probabilidades de salir airosos de un trance y acciona la palanca de: adelante. Cada vez que tomamos cualquier decisión estamos asumiendo unos riesgos y estamos esperando unos beneficios a resultas de esa acción. Estamos haciendo un cálculo de probabilidades. En este juego mental el optimismo y el pesimismo juegan el papel de condicionantes orientando nuestras decisiones, como un titiritero que mueve nuestros hilos. El optimismo introduce sesgos en nuestra conducta que nos hace tomar decisiones consciente o inconscientemente orientadas hacia un resultado exitoso. El pesimismo hace lo mismo en la dirección contraria. Por eso es importante dotarse de un repertorio de buenos pensamientos y buenos deseos, pues actúan sobre nuestra voluntad y nuestro destino.
Los hombres que detestan el machismo
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