No existe para nosotros nada más temido ni más terrible que la muerte. Es el miedo por excelencia, el miedo supremo. Pero el miedo a la muerte al final de la vida ni surge espontáneamente ni es un rasgo hereditario. Nuestro instinto nos previene de la muerte prematura, de los accidentes y de los peligros próximos. Pero el miedo a la muerte al final de la vida es cultural. Y como todo rasgo cultural es transmitido de unas generaciones a otras por medio de la enculturación. Durante nuestros primeros años de vida tenemos miedo a muchos peligros, pero no a la muerte. No figura en nuestro repertorio biológico. Este aparece con la consciencia, y la consciencia es el polo opuesto de la muerte. Cuando desaparece la consciencia, la certeza de la muerte también lo hace y, por ende, también el miedo a morir. En los últimos años de vida, si hemos vivido plenamente, nos vamos sumergiendo en una nebulosa similar a la que nos baña durante los primeros años de vida. Esa nebulosa es consecuencia de la desaparición progresiva de la consciencia. Cuando finalmente llega la muerte física, la consciencia hace tiempo que nos ha abandonado y por tanto, también el miedo a morir. El miedo a la muerte y la consciencia de nosotros mismos son dos atributos característicamente humanos que se anulan mutuamente. Si uno desaparece también lo hace el otro. Es natural sentir cierto temor a una muerte prematura, pues es lo que nos mantiene con vida, pero pensar que el final de nuestros días va a ser algo terrible es absurdo. La experiencia próxima a la muerte es algo parecido a un letargo que puede ser placentero si hemos vivido con plenitud y dejamos que los ciclos se sucedan con naturalidad.
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